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El Miedo a la Innovación

La inercia de nuestra habituación detiene nuestros esfuerzos.

Photo by Reed Simon on Unsplash


La innovación de productos y servicios nos da miedo. Sí, nos da miedo iniciar un proceso de exploración de ideas, nos da miedo el evaluar lo que tenemos, nos da miedo el solo pensar que podríamos redefinir aquello que ofrecemos a nuestros clientes o usuarios. Redefinir quiénes somos en el mercado. Y con ese miedo vivimos.

Un poco de reflexión nos lleva a entender que a lo que realmente le tenemos miedo es al cambio. Pensar en iniciar, evaluar, o definir de nuevo, es pensar en hacer algo diferente a lo que ya hacemos, que es justo en donde percibimos el cambio y es en donde nos vemos a nosotros mismos cambiando. Y con ese miedo al cambio, al cambio a nivel personal, es que batallamos y batallamos mucho.

Sorprendentemente, nuestro cerebro nos condiciona a no querer cambiar. Ese mismo cerebro que nos dota de imaginación, que nos hace soñar despiertos, que nos vuela más de una vez hacia innumerables puntos de posibilidad, ese cerebro nos detiene a explorar más allá de nuestras costumbres, nuestros hábitos, nuestros patrones. Y ese condicionamiento a lo ordinario nos frena para explorar lo extraordinario, ese condicionamiento nos hace pensar que el cambio no es algo que deberíamos querer y es algo que debemos evitar. Y eso, cuando la intención es el querer innovar, es receta para no hacerlo.

Pero esos frenos son más naturales y más intrínsecos a nuestra humanidad de lo que podríamos suponer. Nuestro cerebro base, el cerebro reptiliano, nos atemoriza y su dieta energética nos limita. Sí, hay una parte de nuestro cerebro, la amígdala, que nos infunde temor a explorar lo desconocido y, por otra parte, nuestro condicionamiento a limitar la energía que consume el cerebro, nos lleva a evitar cualquier esfuerzo extra. El miedo de nuestros ancestros a no tener acceso garantizado a comida y en consecuencia a no tener energía para sobrevivir, nos limita de origen. No estamos diseñados para operar, de manera normal, afrontándonos a un esfuerzo de pensamiento creativo, divergente, exploratorio, mentalmente agotador. Y entonces vivimos perpetuando lo conocido por temor y falta de energía para abordar lo desconocido. Y cuando la prioridad es la innovación, esa perpetuación nos impide ejecutar la validación de nuestras ideas y desarrollar cualquier elemento de exploración creativa que tan urgentemente requerimos.

Nos conducimos entonces por la vida, y aún en medio de un esfuerzo de innovación, no queriendo validar nuestras ideas. Preferimos pensar que nuestros supuestos son hechos. El cerebro y nuestro condicionamiento natural hacia la tacañería del esfuerzo mental nos lleva al espejismo de creer que lo que pensamos acerca de una idea innovadora, sea ésta sobre un producto, un proceso, un servicio, porque es nuestra, y porque somos inteligentes, capaces y experimentados, es de nacimiento tan válida como un hecho, algo que no necesitamos probar porque su valor es a todas luces visible. Este espejismo de inducción cerebral, más una pizca de arrogancia, nos ciega en cuanto a nuestras ideas y su valor real. Vemos en nuestras ideas, las que definen la innovación que deseamos lograr, no supuestos que deben validarse, sino hechos que deben valorarse. Valorarse por los otros, no por mí, por el mercado, por los colegas, por nuestros clientes, por nuestros subordinados. Y ese espejismo de ver nuestros supuestos como hechos frecuentemente nos lleva al fracaso de la innovación que tenemos en mente. No es que seamos necios no queriendo o siquiera contemplando validar nuestros supuestos, sólo somos humanos y estamos actuando como tales.

Claramente, pensamos que nuestros supuestos son hechos porque validar tiene el potencial de requerir cambios y para eso no estamos condicionados. No estamos condicionados para cambiar, estamos condicionados para permanecer. La inercia de nuestra habituación detiene nuestros esfuerzos de innovación. Validar nos lleva a contemplar que nuestra idea inicial con respecto a la innovación puede ser incorrecta, inmadura, no deseable, no redituable, no factible. Y, naturalmente, ¡nos cuesta mucho aceptar eso! Nos cuesta en el orgullo, nos cuesta en energía cognitiva, nos cuesta en deshacer hábitos. Nos cuesta, punto.

Afrontar nuestro miedo nos lleva a tener que manejar la incertidumbre y los costos que van implícitos con el esfuerzo de validar una idea innovadora. Y la incertidumbre es con respecto a si los clientes desean la idea, si es factible contar con la tecnología para hacer posible la idea, y si es viable y redituable el negocio que podemos definir alrededor de la idea. Y debido a que no nos lanzamos a validar, esa incertidumbre crece y crece. El crecimiento de la incertidumbre sólo será detenido por un esfuerzo extraordinario para validar, que nos dará claridad sobre cada elemento antes mencionado y nos llevará a menor incertidumbre y contar con un escenario más claro de los riesgos que asumimos si deseamos desarrollar esa idea.

Sin embargo, nuestro miedo nos paraliza y no nos deja validar. Y nos paraliza al punto de que muchos abandonan el esfuerzo, lo cual es afortunado en muchos escenarios. Y en muchos otros menos afortunados casos, la paralización en cuanto a validar es reemplazada por un ciego aferramiento por desarrollar sin validar. El lema implícito es: “que sea el mercado quien valide”. No tiene por qué ser así. No hay negocio que lo aguante, o muy pocos podrían/deberían hacerlo.

Y entonces ¿qué hacer? La solución tiene que ver con darnos cuenta de que no es posible destruir o eliminar el miedo. El miedo a la innovación siempre existirá en nosotros. Lo que tenemos que aprender es a danzar con ese miedo, entenderlo como una condición sin la cual, ciertamente, no podemos sobrevivir como seres humanos, pero con la cual, claramente, no podemos innovar. Y entender que danzar significa manejar incertidumbre, danzar significa asumir que no podemos encontrar una validación plena y perfecta, que siempre tendremos que asumir riesgos, entender que será a través validación y dentro de los límites de nuestro tiempo, presupuesto y paciencia que podamos danzar con ese miedo hasta el punto donde podamos comenzar a desarrollar la idea y ofrecer esa innovación al mercado sobre el cual queremos impactar.

No es entonces siempre nuestra terquedad, nuestra arrogancia, o nuestra ignorancia la que hace que la innovación en productos, procesos o servicios no vea la luz y cristalicemos en éxitos lo que hemos estado ideando. Es nuestra misma naturaleza, la que nos define como humanos, la que nos limita. Tenemos que ir contra nuestra naturaleza y recobrar nuestra confianza creativa; tenemos que entender que para establecer oportunidades reales de innovación nosotros y nuestros equipos debemos operar bajo el principio de promover conductas extraordinarias. Salir de la “caja” no es una frase hueca. Es la más pura definición de lo que define nuestro miedo a la innovación.


 

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Nota: Esta nota se públicó originalmente en Medium el 6 de marzo de 2019. La versión que se incluye aquí tiene ligeros cambios con respecto a esa nota.


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